La Jaula
En la cúspide de mi inocencia, había ingresado, ingenuamente, en la jaula del diablo. Era sumamente llamativa; me atraía de formas que jamás habría podido comprender, pues no sabía que se trataba de un simple mecanismo de contrabando emocional. No parecía haber nada más. Pero, en realidad, el diablo estaba ahí, presenciando y deleitándose con mi inocencia.
No había nada más que hacer ni decir. Había sido seducido por completo por el diablo. Su forma, afable y cariñosa, no era más que otro de tantos métodos y herramientas de atracción. Me había dejado llevar. En mi defensa, podría decir — aunque en vano, cabe aclarar — que cualquier persona podría caer ante la tentación y la aparente seguridad de quien lo controla todo. Como si fuera un videojuego, manipulaba cada aspecto del entorno para que, si yo osaba tener alguna duda o pensamiento ajeno, automáticamente devolviera mi atención. No es sencillo salir de la oscuridad — o siquiera saber que estás ahí — si nadie atina a prender la luz.
Quienes lo hayan vivido sabrán de lo que hablo. La dificultad para salir de ahí no radica necesariamente en una debilidad personal, sino también en el punto ciego. Este impide que nada se vea desde ninguno de los dos lados: quien está dentro no puede ver que lo está, y quien está afuera no puede ver lo que ocurre dentro. Por eso, la comprensión de quienes son ajenos a la jaula jamás alcanzará del todo a entender por qué alguien estaría allí. Aun cuando los intentos de comprensión se acerquen a través de la pena, la preocupación o el interés — por más noble que sea la intención — , nunca serán realmente efectivos, justamente por ese punto ciego.
Incluso cuando, tras un esfuerzo inconmensurable, quien está dentro logra darse cuenta de dónde está, el diablo no se da por vencido. Continúa con una técnica de inversión: ahora, la víctima pasa a ser el victimario. Me ocurrió preguntarme si, en realidad, yo era ese diablo. Si quien hacía las cosas mal era yo. Incluso llegué a pensar que todo esto era el resultado de mis propias acciones.
Lo peor de todo — como si se pudiera jerarquizar el horror — es que el mundo afuera sigue su curso. Todo continúa exactamente igual. Se desarrolla con total normalidad. Incluso, con un gruñido al unísono, varias personas del exterior te piden que sigas con el transcurso habitual de tus actividades, como si nada pasara. Probablemente no sea a propósito: es, nuevamente, ese punto ciego el que impide que vean lo que sucede. Tampoco sería justo explotar contra cualquiera. No es responsabilidad de nadie que estemos ahí. Ni siquiera la nuestra. O sí. Quizás haya una confluencia de responsabilidades tan difícil de determinar, que termine por parecer nula.
La jaula del diablo no es física: es, más bien, una jaula que acompaña — con una flexibilidad atroz — cada uno de los actos de quien está dentro.
La manera de romperla no es una instrucción genérica; dependerá de cada persona, de cada jaula, de cada diablo y de cada razón para estar allí. Pero, si algo puede rescatarse de todo esto, es que la jaula puede abrirse.
De nada sirvió alegar después que no lo sabía, que genuinamente era inocente e ignorante de lo que estaba sucediendo. Nadie me creyó, nadie confió en mí y, aun cuando lo hacían, era solo por un momento, hasta que alguien más los convencía de lo contrario. Decidí, obligatoriamente, aceptar el ostracismo.
Es por eso que, cuando alguien me increpa por haberme dejado seducir, si bien antes me hería, hoy simplemente lo acepto con benevolencia, e incluso con un poco de pena, ya que ellos aún no saben qué significa estar dentro de la jaula.